La casera - Roald Dahl
Billy Weaver había salido de
Londres en el cansino tren de la tarde, con cambio en Swindon, y a su llegada a
Bath, a eso de las nueve de la noche, la luna comenzaba a emerger de un cielo
claro y estrellado, por encima de las casas que daban frente a la estación. La
atmósfera, sin embargo, era mortalmente fría, y el viento, como una plana
cuchilla de hielo aplicada a las mejillas del viajero.
—Perdone —dijo Billy—, ¿sabe
de algún hotel barato y que no quede lejos?
—Pruebe en La Campana y el
Dragón —le respondió el mozo al tiempo que indicaba hacia el otro extremo de la
calle—. Quizá allí. Está a unos cuatrocientos metros en esa dirección.
Billy le dio las gracias,
volvió a cargar la maleta y se dispuso a cubrir los cuatrocientos metros que le
separaban de La Campana y el Dragón. Nunca había estado en Bath ni conocía a
nadie allí; pero el señor Greenslade, de la central de Londres, le había
asegurado que era una ciudad espléndida. «Búsquese alojamiento —dijo—, y, en cuanto
se haya instalado, preséntese al director de la sucursal.»
Billy contaba diecisiete
años. Llevaba un sobretodo nuevo, color azul marino, un sombrero flexible
nuevo, color marrón, y un traje también marrón y nuevo, y se sentía la mar de
bien. Caminaba a paso vivo calle abajo. En los últimos tiempos trataba de
hacerlo todo con viveza. La viveza, había resuelto, era, por excelencia,
característica común a cuantos hombres de negocios conocían el éxito. Los
jefazos de la casa matriz se mostraban en todo momento dueños de una absoluta,
fantástica viveza. Eran asombrosos.
No había tiendas en la
anchurosa calle por donde avanzaba, sólo una hilera de altas casas a ambos
lados, idénticas todas ellas Dotadas de pórticos y columnas, y de
escalinatas de cuatro o cinco peldaños que daban acceso a la puerta principal,
era evidente que en otros tiempos habían sido residencias de mucho postín.
Ahora sin embargo, observó Billy pese a la oscuridad, la pintura de puertas y
ventanas se estaba descascarillando y las hermosas fachadas blancas tenían
manchas y resquebrajaduras debidas a la incuria.
De pronto, en una ventana de
taños bajos brillantemente iluminados por una farola distante menos de seis
metros, Billy percibió un rótulo impreso que, apoyado en el cristal de uno de
los cuarterones altos, rezaba: ALOJAMIENTO Y DESAYUNO. Justo debajo del cartel
había un hermoso y alto jarrón con amentos de sauce.
Billy se detuvo. Se acercó
un poco. Cortinas verdes (una especie de tejido como aterciopelado) pendían a
ambos lados de la ventana. Junto a ellas, los amentos de sauce quedaban
maravillosos. Aproximándose ahora hasta los mismos cristales, Billy echó una
ojeada al interior. Lo primero que distinguió fue el alegre fuego que ardía en
la chimenea. En la alfombra, delante del hogar, un bonito y pequeño basset
dormía ovillado, el hocico prieto contra el vientre. La estancia, en cuanto le
permitía apreciar la penumbra, estaba llena de
muebles de agradable
aspecto: un piano de media cola, un amplio sofá y varios macizos butacones. En
una esquina, en su jaula, advirtió un loro grande. En lugares como aquél, la
presencia de animales era siempre un buen indicio, se dijo Billy; y le pareció
que la casa, en conjunto, debía de resultar un alojamiento harto aceptable. Y a
buen seguro más cómodo que La Campana y el Dragón.
Una taberna, por otra parte,
resultaría más simpática que una pensión: por la noche habría cerveza y juego
de dardos y cantidad de gente con quien conversar; y además era probable que el
hospedaje fuese allí mucho más barato. En otra ocasión había parado un par de
noches en una taberna, y le gustó. En casas de huéspedes, en cambio, no se
había alojado nunca, y. para ser del todo sincero, le asustaban una pizca. Su
propio título le evocaba imágenes de aguanosos guisos de repollo, patronas
rapaces y, en el cuarto de estar, un fuerte olor a arenques ahumados. Tras unos
minutos de vacilación, expuesto al frío, Billy resolvió llegarse a La Campana y
el Dragón y echarle un vistazo antes de decidirse. Se dispuso a marchar.
Y, en ese instante, le
ocurrió una cosa extraña: a punto ya de retroceder y volverle la espalda a la
ventana, súbitamente y de forma en extremo singular vio atraída su atención por
el rotulito que allí había. ALOJAMIENTO Y DESAYUNO, proclamaba. ALOJAMIENTO Y DESAYUNO,
ALOJAMIENTO Y DESAYUNÓ, ALOJAMIENTO Y DESAYUNO. Las tres palabras eran como
otros tantos grandes ojos negros que, mirándole de hito en hito tras el
cristal, le sujetaran, le obligasen, le impusieran permanecer donde estaba, no
alejarse de aquella casa; y, cuando quiso darse cuenta, ya se había apartado de
la ventana y, subiendo los escalones que le daban acceso, se encaminaba hacia
la puerta principal y alcanzaba el timbre.
Pulsó el llamador, cuya
campanilla oyó sonar lejana, en algún cuarto trasero; y enseguida —tuvo que ser
enseguida, pues ni siquiera le había dado tiempo a retirar el dedo
apoyado en el botón—, la puerta se abrió de golpe y en el vano apareció una
mujer.
En condiciones ordinarias,
uno llama al timbre y dispone al menos de medio minuto antes de que la puerta
se abra. Pero de aquella señora se hubiera dicho que era un muñeco de resorte
comprimido en una caja de sorpresas: él apretaba el botón del timbre y... ¡hela
allí! La brusca aparición hizo respingar a Billy. La mujer, de unos cuarenta y
cinco años, le saludó apenas verle, con una afable sonrisa acogedora.
—Entre, por favor —le dijo
en tono agradable según se hacía a un lado y abría de par en par la puerta.
Y, de forma automática,
Billy se encontró trasponiendo el umbral. El impulso, o, para ser más precisos,
el deseo de seguirla al interior de aquella casa, era poderosísimo.
—He visto el anuncio que
tiene en la ventana —dijo conteniéndose.
—Sí, ya lo sé.
—Andaba en busca de una
habitación.
—Lo tiene todo preparado,
joven —dijo ella. Tenía la cara redonda y rosada, y los ojos, azules, eran de
expresión muy amable.
—Me dirigía a La Campana y
el Dragón —explicó Billy—, pero, casualmente, me llamó la atención el cartel
que tiene en la ventana.
—Mi querido muchacho —repuso
ella—, ¿por qué no entra y se quita de ese frío? —¿Cuánto cobra usted?
—Cinco chelines y seis peniques por noche, incluido el desayuno.
Era prodigiosamente barato:
menos de la mitad de lo que estaba dispuesto a pagar.
—Si lo encuentra caro
—continuó ella—, quizá pudiera ajustárselo un poco. ¿Desea un huevo con el
desayuno? Los huevos están caros en este momento. Sin huevo, le saldría seis
peniques más barato.
—Cinco chelines y seis
peniques está muy bien —contestó Billy—. Me gustaría alojarme aquí.
—Estaba segura de ello.
Entre, entre usted.
Parecía tremendamente
amable: ni más ni menos como la madre de un condiscípulo, nuestro mejor amigo,
al acogerle a uno en su casa cuando llega para pasar las vacaciones de Navidad.
Billy se quitó el sombrero y traspuso el umbral.
—Cuélguelo ahí —dijo ella—,
y permítame que le ayude a quitarse el abrigo.
No había otros sombreros ni
abrigos en el recibidor; tampoco paraguas ni bastones: nada.
—Tenemos toda la casa para
nosotros dos —comentó ella con una sonrisa, la cabeza vuelta, mientras le
precedía por las escaleras hacia el piso superior—. Muy rara vez tengo el
placer de recibir huéspedes en mi pequeño nido, ¿sabe?
Está un poco chalada, la
pobre, se dijo Billy; pero, a cinco chelines y seis peniques por noche, ¿qué
puede importarle eso a nadie?
—Yo hubiera pensado que
estaría usted lo que se dice asediada de demandas — apuntó cortés.
—Oh, y lo estoy, querido, lo
estoy; desde luego que lo estoy. Pero la verdad es que tiendo a ser un poquitín
selectiva y exigente..., no sé si me explico.
—Oh, sí.
—De todas formas, siempre
estoy a punto. En esta casa está todo a punto, noche y día, ante la remota
posibilidad de que se me presente algún joven caballero aceptable. Y resulta un
placer tan grande, realmente tan inmenso, cuando, de tarde en tarde, abro la puerta
y me encuentro con la persona verdaderamente adecuada.
Se encontraba a mitad de la
escalera, y allí se detuvo, apoyando la mano en la barandilla, para volverse y
ofrecerle la sonrisa de sus pálidos labios.
—Como usted —concluyó al
tiempo que sus ojos azules recorrían lentamente el cuerpo de Billy de la cabeza
a los pies y, luego, en dirección inversa.
Al alcanzar el primer
descansillo, agregó:
—Esta planta es la mía. Y
tras subir otro piso:
—Y ésta es enteramente suya
—proclamó—. Su cuarto es éste. Espero que le guste.
Y le condujo al interior de
una reducida pero seductora habitación delantera cuya luz encendió al entrar.
—El sol de la mañana da de
pleno en la ventana, señor Perkins. Porque se llama usted Perkins, ¿no es así?
—No, me llamo Weaver.
—Weaver. Un apellido muy
bonito. He puesto una botella de agua caliente, para quitarle la humedad de las
sábanas, señor Weaver. Encontrar una botella de agua caliente entre las limpias
sábanas de una cama desconocida es tan placentero, ¿no le parece? Y, si siente
frío, puede encender el gas de la chimenea cuando le apetezca.
— Muchas gracias —respondió
Billy—. Muchísimas gracias.
Advirtió que la colcha había
sido retirada y que el embozo aparecía pulcramente doblado a un lado: todo
listo para acoger a quien ocupara e! lecho.
—Celebro infinito que haya
aparecido —dijo ella, mirándole con intensidad el rostro—. Comenzaba a
preocuparme.
—Descuide —respondió Billy,
muy animado—. No tiene por qué preocuparse por mí. Y, colocada la maleta encima
de la silla, empezó a abrirla.
—¿Y la cena,
querido joven? ¿Ha podido cenar algo por el camino?
—No tengo nada de hambre,
muchas gracias —contestó él—. Lo que voy a hacer, creo, es acostarme lo antes
posible, pues mañana he de madrugar un poco; debo presentarme en la oficina.
—Pues conforme. Le dejaré
solo, para que pueda deshacer su equipaje. De todas formas, ¿tendría la bondad,
antes de retirarse, de pasar un instante por el cuarto de estar, en la planta,
y firmar el registro? Es una formalidad que rige para todos, pues así lo
establecen las leyes del país, y no es cosa de que contravengamos ninguna ley
en esta fase del trato, ¿no le parece?
Y, tras agitar la mano a
modo de breve saludo, salió presurosa cíe la habitación y cerró la puerta.
Pues bien, el hecho de que
su patrona diese la impresión de estar un poco chiflada no le preocupaba a
Billy en lo más mínimo. Comoquiera que se mirase, no sólo era inofensiva —ese
extremo estaba fuera de duda—, sino que se trataba, bien a las claras, de un
alma generosa y amable. Era posible, conjeturó Billy, que hubiese perdido un
hijo en la guerra, o algo parecido, y que no hubiera llegado a recuperarse del
golpe.
De manera que, pasados unos
minutos, después de deshacer la maleta y lavarse las manos, trotó escaleras
abajo y, llegado a la planta, entró en la sala de estar. No se encontraba allí
la patrona, pero el fuego ardía en la chimenea y el pequeño basset continuaba
durmiendo frente al hogar. La estancia estaba magníficamente caldeada y
acogedora. Soy un tipo con suerte, se dijo frotándose las manos. Esto está
requetebién.
Como encontrara el registro
encima del piano y abierto, sacó la pluma y anotó su nombre y dirección. La
página sólo tenía dos inscripciones anteriores, y, como siempre hacemos en
tales casos, se puso a leerlas. La primera era de un tal Christopher Mulholland,
de Cardiff. La otra, de Gregory W. Temple, de Bristol.
Qué curioso, pensó de
pronto. Christopher Mulholland. Ese nombre me suena.
Y bien, ¿dónde diablos
habría oído aquel apellido un tanto insólito?
¿Correspondería a un
condiscípulo? No. ¿Se llamaría así alguno de los muchos pretendientes de su
hermana, o, tal vez, un amigo de su padre? No, no, ni lo uno ni lo otro. Echó
una nueva ojeada al libro.
Christopher Mulholland 231
Cathedral Road, Cardiff Gregory W. Temple 27 Sycamore Drive, Bristol
A decir verdad, y ahora que
se detenía a pensarlo, no estaba muy seguro de que el segundo nombre no le
sonase casi tanto como el primero.
—Gregory Temple —dijo en voz
alta mientras exploraba en su memoria—. Christopher Mulholland...
—Encantadores muchachos —apuntó
una voz a su espalda.
Al volverse vio a su
patrona, que entraba en la sala como flotando, cargada con una gran bandeja de
plata para el té. La sostenía muy en alto, como si fueran las riendas de un
caballo retozón.
—No sé de qué, pero esos
nombres me suenan —dijo Billy.
—¿De veras? Qué interesante.
—Estoy casi convencido de
haberlos oído ya en alguna parte. ¿No es extraño? Quizá los leyese en el
periódico. No serían famosos por algo, ¿verdad? Quiero decir, famosos jugadores
de cricket o de fútbol, o algo por el estilo...
—¿Famosos? —repitió ella al
dejar la bandeja en la mesita que daba frente al hogar— . Oh, no, no creo que
fueran famosos. Pero, de eso sí puedo darle fe, ambos eran extraordinariamente
guapos: altos, jóvenes, apuestos..., justo como usted, querido joven.
Una vez más, Billy ojeó el
registro.
—Pero oiga —dijo al reparar
en las fechas—, esta última anotación tiene más de dos años.
—¿En serio?
—Desde luego. Y Christopher Mulholland le precede en casi un año.
Hace, pues, más
de tres años de eso.
—Santo cielo —exclamó ella meneando la cabeza y con un pequeño
suspiro
melifluo—. Nunca lo hubiera
pensado. Cómo vuela el tiempo, ¿verdad, señor Wilkins?
—Weaver —corrigió Billy—. Me
llamo W-e-a-v-e-r.
—¡Oh, por supuesto! —gritó
al tiempo que se sentaba en el sofá—. Qué tonta soy. Mil perdones. Las cosas,
señor Weaver, me entran por un oído y me salen por el otro. Así soy yo.
—¿Sabe qué hay de
verdaderamente extraordinario en todo esto? —replicó Billy.
—No, mi querido joven, no lo
sé.
—Pues verá usted... estos
dos apellidos, Mulholland y Temple, no sólo me da la impresión de recordarlos
separadamente, por así decirlo, sino que, por el motivo que sea, y de forma muy
singular, parecen, al mismo tiempo, como relacionados entre sí. Corno si ambos
fuesen famosos por un misino motivo, no sé si me explico... como... bueno...
como Dempsey y Tunney, por ejemplo, o Churchill y Roosevelt.
—Qué divertido —respondió
ella—; pero acérquese, querido, siéntese aquí a mi lado en el sofá, y tome una
buena taza de té y una galleta de jengibre antes de irse a la cama.
—No debería molestarse, de
veras —dijo Billy—. No había necesidad de preparar tantas cosas.
Lo dijo plantado en pie
junto al piano, observándola conforme manipulaba ella las tazas y los platillos.
Reparó en sus manos, que eran pequeñas, blancas, ágiles, de uñas esmaltadas de
rojo.
—Estoy casi seguro de que ha
sido en los periódicos donde he visto esos nombres — insistió el muchacho—. Lo
recordaré en cualquier momento. Estoy seguro.
No hay mayor tormento que
esa sensación de un recuerdo que nos roza la memoria sin penetrar en ella.
Billy no se avenía a desistir.
—Un momento —dijo—, espere
un momento... Mulholland... Christopher Mulholland... ¿No se llamaba así aquel
colegial de Eton, que recorría a pie el oeste del país, cuando, de pron...?
—¿Leche? —preguntó ella—.
¿Azúcar también?
—Sí, gracias. Cuando, de
pronto...
—¿Un colegial de Eton?
—repitió la patrona—. Oh, no, imposible, querido; no puede tratarse, en forma
alguna, del mismo señor Mulholland: el mío, cuando vino a mí, no era
ciertamente un colegial de Eton sino un universitario de Cambridge. Y ahora,
venga aquí, siéntese a mi lado y entre en calor frente a este fuego espléndido.
Vamos. Su té le está esperando.
Y, con unas palmaditas en el
asiento que quedaba libre a su lado, sonrió a Billy a la espera de que se
acercase. El muchacho cruzó lentamente la estancia y se sentó en el borde del
sofá. Ella le puso delante la taza de té, en la mesita.
—Bueno, pues aquí estamos
—dijo ella—. Qué agradable, qué acogedor resulta esto, ¿verdad?
Billy dio un primer sorbo a
su té. Ella hizo otro tanto. Por espacio, quizá, de medio minuto, ambos
guardaron silencio. Billy, sin embargo, se daba cuenta de que ella le miraba.
Parcialmente vuelta hacia él, sus ojos, así lo percibía, le observaban por
encima de la taza, fijos en su rostro. De vez en cuando el muchacho sentía
hálitos de un peculiar perfume que parecía emanar directamente de ella. De
forma algo desagradable, le recordaba..., bueno, no hubiera sabido decir a qué
le recordaba. ¿Las castañas confitadas? ¿El cuero por estrenar? ¿O sería,
acaso, los pasillos de los hospitales?
—El señor Mulholland
—comentó ella por fin— era un extraordinario bebedor de té. En la vida he
conocido a nadie que bebiera tanto té como el adorable, encantador señor
Mulholland.
—Imagino que marcharía hace
no mucho —dijo Billy, que continuaba devanándose los sesos en relación con
ambos apellidos.
Ahora tenía ya la absoluta
certeza de haberlos leído en la prensa, en los titulares.
—¿Marchar, dice? —contestó
ella arqueando las cejas—. Pero querido joven, el señor Mulholland jamás hizo
tal cosa. Sigue aquí. Como el señor Temple. Están los dos en el tercer piso,
juntos.
Billy depositó con cuidado
la taza en la mesa y miró de hito en hito a su patrona. Ella le sonrió, avanzó
una de sus blancas manos y le dio unas confortables palmaditas en la rodilla.
—¿Qué edad tiene usted, mi
querido muchacho? —quiso saber.
—Diecisiete años.
—¡Diecisiete años! —exclamó
la patrona—. ¡Oh, la edad ideal! La misma que tenía el señor Mulholland. Aunque
él, diría yo, era un poquitín más bajo; lo que es más, lo aseguraría; y no
acababa de tener tan blancos los dientes. Sus dientes son una preciosidad,
señor Weaver, ¿lo sabía usted?
—No están tan sanos como
parecen —respondió Billy—. Tienen montones de empastes detrás.
—El señor Temple era, desde
luego, algo mayor —continuó ella, pasando por alto la observación—. La verdad
es que tenía veintiocho años. Pero, de no habérmelo dicho él, yo nunca lo
hubiera imaginado. Jamás en la vida. No tenía una mácula en el cuerpo.
—¿Una qué?
—Que su piel era lo mismito
que la de un bebé.
Siguió un silencio. Billy
recuperó la taza, sorbió de nuevo y volvió a depositarla cuidadosamente en el
plato. Esperó a que su patrona interviniera de nuevo; pero ella daba la
impresión de haberse sumido en otro de aquellos silencios suyos. Billy se quedó
mirando con fijeza hacia el rincón opuesto, los dientes clavados en el labio
inferior.
—Ese loro —dijo finalmente—,
¿sabe que me engañó por completo, cuando lo vi desde la calle? Hubiera jurado
que estaba vivo.
—Ay, ya no.
—La disección es habilísima
—añadió él—. No se le ve nada muerto. ¿Quién la hizo?
—La hice yo.
—¿Usted?
—Claro está. Y ya se habrá
fijado, también, en mi pequeño Basil —dijo, señalando con la cabeza al basset
tan plácidamente ovillado ante el hogar.
Vueltos hacia él los ojos,
Billy se percató, de repente, de que el perro había permanecido todo el rato
tan inmóvil y silencioso como el loro. Extendió una mano y le palpó suavemente
lo alto del lomo. Lo encontró duro y frío, y, al peinarle el pelo con los
dedos, vio que la piel, de un negro ceniciento, estaba seca y perfectamente
conservada.
—Por todos los santos
—exclamó—, esto es de todo punto fascinante. —Olvidando al perro, observó con
profunda admiración a la mujer menudita que ocupaba el sofá a su lado y
añadió—: Un trabajo como éste debe de resultarle dificilísimo.
—En absoluto —replicó ella—.
Diseco personalmente a todas mis mascotas cuando pasan a mejor vida. ¿Le
apetece otra taza de té?
—No, gracias —respondió
Billy.
Tenía la infusión un cierto sabor a almendras amargas y no le
atraía demasiado.
—Ha firmado usted el
registro, ¿verdad?
—Sí, claro.
—Buena cosa. Lo digo porque,
si más adelante llego a olvidar cómo se llamaba usted, siempre me queda la
solución de bajar y consultarlo. Lo sigo haciendo, casi a diario, en cuanto al
señor Mulholland y el señor... el señor...
—Temple —apuntó Billy—.
Gregory Temple. Perdone la pregunta, pero ¿acaso no ha tenido, en estos últimos
dos o tres años, más huéspedes que ellos?
Con la taza de té en una
mano y sostenida en alto, la cabeza ligeramente ladeada a la izquierda, la
patrona le miró de soslayo y, con otra de aquellas amables sonrisitas, dijo:
—No, querido. Sólo usted.
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