Los hijos de la Malinche - Octavio Paz
La extrañeza que provoca
nuestro hermetismo ha creado la leyenda del mexicano, ser insondable. Nuestro
recelo provoca el ajeno. Si nuestra cortesía atrae, nuestra reserva hiela. Y
las inesperadas violencias que nos desgarran, el esplendor convulso o solemne
de nuestras fiestas, el culto a la muerte, el desenfreno de nuestras alegrías y
de nuestros duelos, acaban por desconcertar al extranjero. La sensación que
causamos no es diversa a la que producen los orientales. También ellos, chinos,
indostanos o árabes, son herméticos e indescifrables. También ellos arrastran
en andrajos un pasado todavía vivo. Hay un misterio mexicano como hay un
misterio amarillo y uno negro. El contenido concreto de esas representaciones
depende de cada espectador. Pero todos coinciden en hacerse de nosotros una
imagen ambigua, cuando no contradictoria: no somos gente segura y nuestras
respuestas como nuestros silencios son imprevisibles, inesperados. Traición y
lealtad, crimen y amor, se agazapan en el fondo de nuestra mirada. Atraemos y
repelemos.
No es difícil comprender
los orígenes de esta actitud. Para un europeo, México es un país al margen de
la Historia Universal. Y todo lo que se encuentra alejado del centro de la
sociedad aparece como extraño e impenetrable. Los campesinos, remotos,
ligeramente arcaicos en el vestir y el hablar, parcos, amantes de expresarse en
formas y fórmulas tradicionales, ejercen siempre una fascinación sobre el
hombre urbano. En codas partes representan el elemento más antiguo y secreto de
la sociedad. Para todos, excepto para ellos mismos, encarnan lo oculto, lo
escondido y que no se entrega sino difícilmente: tesoro enterrado, espiga que
madura en las entrañas terrestres, vieja sabiduría escondida entre los pliegues
de la tierra.
La mujer, otro de los
seres que viven aparte, también es figura enigmática. Mejor dicho, es el
Enigma. A semejanza del hombre de raza o nacionalidad extraña, incita y repele.
Es la imagen de la fecundidad, pero asimismo de la muerte. En casi todas las culturas
las diosas de la creación son también deidades de destrucción. Cifra viviente
de la extrañeza del universo y de su radical heterogeneidad, la mujer ¿esconde
la muerte o la vida?, ¿en qué piensa?; ¿piensa acaso?; ¿siente de veras?; ¿es
igual a nosotros? El sadismo se inicia como venganza ante el hermetismo
femenino o como tentativa desesperada para obtener una respuesta de un cuerpo que
tememos insensible. Porque, como dice Luis Cernuda, “el deseo es una pregunta
cuya respuesta no existe”. A pesar de su desnudez —redonda, plena—en las formas
de la mujer siempre hay algo que desvelar:
Eva y Cipris concentran
el misterio del corazón del mundo.
Para Rubén Darío, como
para todos los grandes poetas, la mujer no es solamente un instrumento de
conocimiento, sino e1 conocimiento mismo. El conocimiento que no poseeremos
nunca, la suma de nuestra definitiva ignorancia: el misterio supremo.
Es notable que nuestros
representaciones de la clase obrera no estén teñidas de sentimientos parecidos,
a pesar de que también vive alejada del centro de la sociedad —incluso
físicamente, recluida en barrios y ciudades especiales—. Cuando un novelista
contemporáneo introduce un personaje que simboliza la salud o la destrucción,
la fertilidad o la muerte, no escoge, como podría esperarse, a un obrero —que
encierra en su figura la muerte de la vieja sociedad y el nacimiento de otra—.
D. H. Lawrence, que es uno de los críticos más violentos y profundos del mundo
moderno, describe en casi todas sus obras las virtudes que hacen del hombre
fragmentario de nuestros días un hombre de verdad, dueño de una visión total
del mundo. Para encarnar esas virtudes crea personajes de razas antiguas y
no-europeas. O inventa la figura de Mellors, un guardabosque, un hijo de la
sierra. Es posible que la infancia de Lawrence, transcurrida entre las minas de
carbón inglesas, explique esta deliberada ausencia. Es sabido que detestaba a
los obreros tanto como a los burgueses. Pero ¿cómo explicar que en todas las
grandes novelas revolucionarias tampoco aparezcan los proletarios como héroes,
sino como fondo? En todas ellas el héroe es siempre el aventurero, el
intelectual o el revolucionario profesional. El hombre aparte, que ha
renunciado a su clase, a su origen o a su patria. Herencia del romanticismo sin
duda, que hace del héroe un ser antisocial. Además, el obrero es demasiado
reciente. Y se parece a sus señores: todos son hijos de la máquina.
El obrero moderno carece
de individualidad. La clase es más fuerte que el individuo y la persona se
disuelve en lo genérico. Porque esa es la primera y más grave mutilación que
sufre el hombre al convertirse en asalariado industrial. El capitalismo lo
despoja de su naturaleza humana —lo que no ocurrió con el siervo— puesto que
reduce todo su ser a fuerza de trabajo, transformándolo por este solo hecho en
objeto. Y como a todos los objetos, en mercancía, en cosa susceptible de compra
y venta. El obrero pierde, bruscamente y por razón misma de su estado social,
toda relación humana y concreta con el mundo: ni son suyos los útiles que
emplea, ni es suyo el fruto de su esfuerzo. Ni siquiera lo ve. En realidad no
es un obrero, puesto que no hace obras o no tiene conciencia de las que hace,
perdido en un aspecto de la producción. Es un trabajador, nombre abstracto, que
no designa una tarea determinada, sino una función. Así, no lo distingue de los
otros hombres su obra, como acontece con el médico, el ingeniero o el
carpintero. La abstracción que lo califica —el trabajo medido en tiempo— no lo
separa, sino lo liga a otros abstracciones. De ahí su ausencia de misterio, de
problematicidad, su transparencia, que no es diversa a la de cualquier
instrumento.
La complejidad de la
sociedad contemporánea y la especialización que requiere el trabajo extienden
la condición abstracta del obrero a otros grupos sociales. Vivimos en un mundo
de técnicos, se dice. A pesar de las diferencias de salarios y de nivel de vida,
la situación de estos técnicos no difiere esencialmente de la de los obreros:
también son asalariados y tampoco tienen conciencia de la obra que realizan. El
gobierno de los técnicos, ideal de la sociedad contemporánea, sería así el
gobierno de los instrumentos. La función substituiría al fin; el medio, al
creador. La sociedad marcharía con eficacia, pero sin rumbo. Y la repetición
del mismo gesto, distintiva de la máquina, llevaría a una forma desconocida de
la inmovilidad: la del mecanismo que avanza de ninguna pane hacia ningún lado.
Los regímenes
totalitarios no han hecho sino extender y generalizar, por medio de la fuerza o
de la propaganda, esta condición. Todos los hombres sometidos a su imperio la
padecen. En cierto sentido se trata de una transposición a la esfera social y
política de los sistemas económicos del capitalismo. La producción en masa se
logra a través de la confección de piezas sueltas que luego se unen en talleres
especiales. La propaganda y la acción política totalitaria—así como el terror y
la represión— obedecen al mismo sistema. La propaganda difunde verdades
incompletas, en serie y por piezas sueltas. Más tarde esos fragmentos se
organizan y se convierten en teorías políticas, verdades absolutas para las
masas. El terror obedece al mismo principio. La persecución comienza contra
grupos aislados —razas, clases, disidentes, sospechosos—, hasta que
gradualmente alcanza a todos. Al iniciarse, una parte del pueblo contempla con
indiferencia el exterminio de otros grupos sociales o contribuye a su
persecución, pues se exasperan los odios internos. Todos se vuelven cómplices y
el sentimiento de culpa se extiende a toda la sociedad. El terror se
generaliza: ya no hay sino persecutores y perseguidos. El persecutor, por otra
parte, se transforma muy fácilmente en perseguido. Basta una vuelta de la
máquina política. Y nadie escapa a esta dialéctica feroz, ni los dirigentes.
El mundo del terror como
el de la producción en serie, es un mundo de cosas, de útiles. (De ahí la
vanidad de la disputa sobre la validez histórica del terror moderno). Y los
útiles nunca son misteriosos o enigmáticos, pues el misterio proviene de la
indeterminación del ser o del objeto que lo contiene. Un anillo misterioso se
desprende inmediatamente del género anillo; adquiere vida propia, deja de ser
un objeto. En su forma yace, escondida, presta a saltar, la sorpresa. El
misterio es una fuerza o una virtud oculta, que no nos obedece y que no sabemos
a qué hora y cómo va a manifestarse. Pero los útiles no esconden nada, no nos
preguntan nada y nada nos responden. Son inequívocos y transparentes. Meras
prolongaciones de nuestras manos no poseen más vida que la que nuestra voluntad
les otorga. Nos sirven; luego, gastados, viejos, los arrojamos sin pesar al
cesto de la basura, al cementerio de automóviles, al campo de concentración. O
los cambiamos a nuestros aliados o enemigos por otros objetos.
Todas nuestras
facultades, y también todos nuestros defectos, se oponen a esta concepción del
trabajo como esfuerzo impersonal, repetido en iguales y vacias porciones de
tiempo: la lentitud y cuidado en la tarea, el amor por la obra y por cada uno
de los detalles que la componen, el buen gusto, innato ya, a fuerza de ser
herencia milenaria. Si no fabricamos productos en serie, sobresalimos en el
arte difícil, exquisito e inútil de vestir pulgas. Lo que no quiere decir que
el mexicano sea incapaz de convertirse en lo que se llama un buen obrero. Todo
es cuestión de tiempo. Y nada, excepto un cambio histórico cada vez más remoto
e impensable, impedirá que el mexicano deje de ser un problema, un ser
enigmático, y se convierta en una abstracción más.
Mientras llega ese
momento, que resolverá—aniquilándolas— todas nuestras contradicciones, debo
señalar que lo extraordinario de nuestra situación reside en que no solamente
somos enigmáticos ante los extraños, sino ante nosotros mismos. Un mexicano es
un problema siempre, para otro mexicano y para sí mismo. Ahora bien, nada más
simple que reducir todo el complejo grupo de actitudes que nos caracteriza —y
en especial la que consiste en ser un problema para nosotros mismos— a lo que
se podría llamar “moral de siervo”, por oposición no solamente a la “moral de
señor” sino a la moral moderna, proletaria o burguesa.
La desconfianza, el
disimulo, la reserva cortés que cierra el paso al extraño, la ironía, todas, en
fin, las oscilaciones psíquicas con que al eludir la mirada ajena nos eludimos
a nosotros mismos, son rasgos de gente dominada, que teme y finge frente al
señor. Es revelador que nuestra intimidad jamás aflore de manera natural, sin
el acicate de la fiesta, el alcoholi o la muerte. Esclavos, siervos y razas
sometidas se presenta —siempre recubiertos por una máscara, sonriente o adusta.
Y únicamente a solas, en los grandes momentos, se atreven a manifestarse tal
como son. Todas sus relaciones están envenenadas por el miedo y el recelo.
Miedo al señor, recelo ante sus iguales. Cada uno observa al otro, porque cada
compañero puede ser también un traidor. Para salir de sí mismo el siervo
necesita saltar barreras, embriagarse, olvidar su condición. Vivir a solas, sin
testigos. Solamente en la soledad se atreve a ser.
La indudable analogía que
se observa entre ciertas de nuestras actitudes y las de los grupos sometidos al
poder de un amo, una casta o un Estado extraño, podría resolverse en esta
afirmación: el carácter de los mexicanos es un producto de las circunstancias
sociales imperantes en nuestro país. Por lo tanto la historia de México, que es
la historia de esas circunstancias, contiene la respuesta a todas las
preguntas. La situación del pueblo durante el período colonial sería así la
raíz de nuestra actitud cerrada e inestable . Nuestra historia como nación
independiente contribuiría también a perpetuar y hacer más neta esta psicología
servil, puesto que no hemos logrado suprimir la miseria popular ni las
exasperantes diferencias sociales, a pesar de siglo y medio de luchas y
experiencias constitucionales. El empleo de la violencia como recurso
dialéctico, los abusos de autoridad de los poderosos —vicio que no ha
desaparecido todavía— y finalmente el escepticismo y la resignación del pueblo,
hoy más visibles que nunca debido a las sucesivas desilusiones
post-revolucionarias, completarían esta explicación histórica.
El defecto de
interpretaciones como la que acabo de bosquejar reside, precisamente, en su
simplicidad. Nuestra actitud ante la vida no está condicionada por los hechos
históricos, al menos de la manera rigurosa con que en el mundo de la mecánica
la velocidad o la trayectoria de un proyectil se encuentra determinada por un
conjunto de factores conocidos. Nuestra actitud vital —que es un factor que
nunca acabaremos de conocer totalmente, pues cambio e indeterminación son las
únicas constantes de su ser— también es historia. Quiero decir, los hechos
históricos no son nada más hechos, sino que están teñidos de humanidad, esto
es, de problematicidad. Tampoco son el mero resultado de otros hechos, que los
causan, sino de una voluntad singular, capaz de regir dentro de ciertos límites
su fatalidad. La historia no es un mecanismo y las influencias entre los
diversos componentes de un hecho histórico son recíprocas, como tantas veces se
ha dicho. Lo que distingue a un hecho histórico de los otros hechos es su
carácter histórico. O sea, que es por sí mismo y en sí mismo una unidad
irreductible a otras. Irreductible e inseparable. Un hecho histórico no es la
suma de los llamados factores de la historia, sino una realidad indisoluble.
Las circunstancias históricas explican nuestro carácter en la medida que nuestro
carácter también las explica a ellas. Ambas son lo mismo. Por eso toda
explicación puramente histórica es insuficiente —lo que no equivale a decir que
sea falsa.
Basta una observación
para reducir a sus verdaderas proporciones la analogía entre la moral de los
siervos y la nuestra: las reacciones habituales del mexicano no son privativas
de una clase, raza o grupo aislado, en situación de inferioridad. Las clases
ricas también se cierran al mundo exterior y también se desgarran cada vez que
intentan abrirse. Se trata de una actitud que rebasa las circunstancias
históricas, aunque se sirve de ellas para manifestarse y se modifica a su
contacto. El mexicano, como todos los hombres, al servirse de las
circunstancias las convierte en materia plástica y se funde a ellas. Al
esculpirlas, se esculpe.
Si no es posible
identificar nuestro carácter con el de los grupos sometidos, tampoco lo es
negar su parentesco. En ambas situaciones el individuo y el grupo luchan,
simultánea y contradictoriamente, por ocultarse y revelarse. Mas una diferencia
radical nos separa. Siervos, criados o razas víctimas de un poder extraño
cualquiera (los negros norteamericanos, por ejemplo), entablan un combate con
una realidad concreta. Nosotros, en cambio, luchamos con entidades imaginarias,
vestigios del pasado o fantasmas engendrados por nosotros mismos. Esos
fantasmas y vestigios son reales, al menos para nosotros. Su realidad es de un
orden sutil y atroz, porque es una realidad fantasmagórica. Son intocables e
invencibles, ya que no están fuera de nosotros, sino en nosotros mismos. En la
lucha que sostiene contra ellos nuestra voluntad de ser, cuentan con un aliado
secreto y poderoso: nuestro miedo a ser.
Porque todo lo que es el
mexicano actual, como se ha visto, puede reducirse a esto: el mexicano no
quiere o no se atreve a ser él mismo.
En muchos casos estos
fantasmas son vestigios de realidades pasadas. Se originaron en la Conquista,
en la Colonia, en la Independencia o en las guerras sostenidas contra yanquis y
franceses. Otros reflejan nuestros problemas actuales, pero de una manera
indirecta, escondiendo o disfrazando su verdadera naturaleza. ¿Y no es
extraordinario que, desaparecidas las causas, persisten los efectos? ¿Y que los
efectos oculten a las causas? En esta esfera es imposible escindir causas y
efectos. En realidad, no hay causas y efectos, sino un complejo de reacciones y
tendencias que se penetran mutuamente. La persistencia de ciertas actitudes y
la libertad e independencia que asumen frente a las causas que las originaron,
conduce a estudiarlas en la carne viva del presente y no en los textos
históricos.
En suma, la historia
podrá esclarecer el origen de muchos de nuestros fantasmas, pero no los
disipará. Sólo nosotros podemos enfrentarnos a ellos. O dicho de otro modo: la
historia nos ayuda a comprender ciertos rasgos de nuestro carácter, a condición
de que seamos capaces de aislarlos y denunciarlos previamente. Nosotros somos
los únicos que podemos contestar a las preguntas que nos hacen la realidad y
nuestro propio ser.
En nuestro lenguaje
diario hay un grupo de palabras prohibidas, secretas, sin contenido claro, y a
cuya mágica ambigüedad confiamos la expresión de las más brutales o sutiles de
nuestras emociones y reacciones. Palabras malditas, que sólo pronunciamos en
voz alta cuando no somos dueños de nosotros mismos. Confusamente reflejan
nuestra intimidad: las explosiones de nuestra vitalidad las iluminan y las
depresiones de nuestro ánimo las oscurecen. Lenguaje sagrado, como el de los
niños, la poesía y las sectas. Cada letra y cada sílaba están animadas de una
vida doble, al mismo tiempo luminosa y oscura, que nos revela y oculta.
Palabras que no dicen nada y dicen todo. Los adolescentes, cuando quieren
presumir de hombres, las pronuncian con voz ronca. Las repiten las señoras, ya
para significar su libertad de espíritu, ya para mostrar la verdad de sus
sentimientos. Pues estas palabras son definitivas, categóricas, a pesar de su
ambigüedad y de la facilidad con que varía su signifcado. Son las malas palabras,
único lenguaje vivo en un mundo de vocablos anémicos. La poesía al alcance de
todos.
Cada país tiene la suya.
En la nuestra, en sus breves y desgarradas, agresivas, chispeantes sílabas,
parecidas a la momentánea luz que arroja el cuchillo cuando se le descarga
contra un cuerpo opaco y duro, se condensan todos nuestros apetitos, nuestras
iras, nuestros entusiasmos y los anhelos que pelean en nuestro fondo,
inexpresados. Esa palabra es nuestro santo y seña. Por ella y en ella nos
reconocemos entre extraños y a ella acudimos cada vez que aflora a nuestros
labios la condición de nuestro ser. Conocerla, usarla, arrojándola al aire como
un juguete vistoso o haciéndola vibrar como un arma afilada, es una manera de
afirmar nuestra mexicanidad.
Toda la angustiosa tensión
que nos habita se expresa en una frase que nos viene a la boca cuando la
cólera, la alegría o el entusiasmo nos llevan a exaltar nuestra condición de
mexicanos: ¡Viva México, hijos de la “Chingada!” Verdadero grito de guerra,
cargado de una electricidad particular, esta frase es un reto y una afirmación,
un disparo, dirigido contra un enemigo imaginario, y una explosión en el aire.
Nuevamente, con cierta patética y plástica fatalidad, se presenta la imagen del
cohete que sube al cielo, se dispersa en chispas y cae oscuramente. O la del
aullido en que terminan nuestras canciones, y que posee la misma ambigua
resonancia: alegría rencorosa, desgarrada afirmación que se abre el pecho y se
consume a sí misma.
Con ese grito, que es de
rigor gritar cada 15 de septiembre, aniversario de la Independencia, nos
afirmamos y afirmamos a nuestra patria, frente, contra y a pesar de los demás.
¿Y quiénes son los demás? Los demás son los “hijos de la chingada”: los
extranjeros, los malos mexicanos, nuestros enemigos, nuestros rivales. En todo
caso, los “otros”. Esto es, todos aquellos quo no son lo que nosotros somos. Y
esos otros no se definen sino en cuanto hijos de una madre tan indeterminada y
vaga como ellos mismos.
¿Quién es la Chingada?
Ante todo, es la Madre. No una Madre de carne y hueso, sino una figura mítica.
La Chingada es una de las representaciones mexicanas de la Maternidad, como la
Llorona o 1a “sufrida madre mexicana” que festejamos el diez de mayo. La
Chingada es la madre que ha sufrido, metafórica o realmente, la acción
corrosiva e infamante implícita en el verbo que le da nombre. Vale la pena
detenerse en e1 significado de esta voz.
En la “Anarquía del
Lenguaje en la América Española”, Darío Rubio examina el origen de esta palabra
y enumera las significaciones que le prestan casi todos los pueblos
hispanoamericanos. Es probable su procedencia azteca: chingaste es xinachtli
(semilla de hortaliza) o xinaxtli (aguamiel fermentado). La voz y sus derivados
se usan, en casi toda América y en algunas regiones de España, asociados a las
bebidas, alcohólicas o no: chingaste son los residuos o heces que quedan en el
vaso, en Guatemala y El Salvador; en Oaxaca llaman chingaditos a los restos del
café; en todo México se llama chínguere —o, significativamente, piquete—al
alcohol; en Chile, Perú y Ecuador la chingana es la taberna; en España chingar
equivale a beber mucho, a embriagarse; y en Cuba, un chinguirito es un trago de
alcohol.
Chingar también implica
la idea de fracaso. En Chile y Argentina se chinga un petardo cuando no hace
explosión, “cuando no revienta, se frustra o sale fallido”. Y las empresas que
fracasan, las fiestas que se aguan, las acciones que no llegan a su término, se
chingan. En Colombia, chingarse es llevarse un chasco. En el Plata un vestido
desgarrado es un vestido chingado. En casi codas panes chingarse es salir
burlado, fracasar. Chingar, asimismo, se emplea en algunas partes de Sudamérica
como sinónimo de molestar, zaherir, burlar. Es un verbo agresivo, como puede
verse por todas estas significaciones: descolar a los animales, incitar o
hurgar a los gallos, chunguear, chasquear, perjudicar, echar a perder,
frustrar.
En México los
significados de la palabra son innumerables. Es una voz mágica. Basta un cambio
de tono, una inflexión apenas, para que el sentido varíe. Hay tantos matices
como entonaciones: tantos significados, como sentimientos. Se puede ser un
chingón, un Gran Chingón (en los negocios, en la política, en el crimen, can
las mujeres), un chingaquedito (silencioso, disimulado, urdiendo tramas en la
sombra, avanzando cauto para dar el mazazo), un chingoncito. Pero la pluralidad
de significaciones no impide que la idea de agresión —en todos sus grados,
desde el simple de incomodar, picar, zaherir, hasta el de violar, desgarrar y
matar—se presente siempre como significado último. El verbo denota violencia,
salir de sí mismo y penetrar por la fuerza en otro. Y también, herir, rasgar,
violar—cuerpos, almas, objetos—, destruir. Cuando algo se rompe; decimos: “se
chingó”. Cuando alguien ejecuta un acto desmesurado y contra las reglas,
comentamos: “hizo una chingadera”.
La idea de romper y de
abrir reaparece en casi todas las expresiones. La voz está teñida de
sexualidad, pero no es sinónima del acto sexual; se puede chingar una mujer sin
poseerla. Y cuando se alude al acto sexual, la violación o el engaño le prestan
un matiz particular. El que chinga jamás lo hace con el consentimiento de
chingada. En suma, chingar es hacer vlolencia sobre otro. Es un verbo
masculino, activo, cruel: pica, hiere, desgarra, mancha. Y provoca una amarga,
resentida satisfacción en el que lo ejecuta.
Lo chingado es lo pasivo,
lo inerte y abierto, por oposición a lo que chinga, que es activo, agresivo y
cerrado. El chingón es el macho, el que abre. La chingada, la hembra, la
pasividad pura, inerme ante el exterior. La relación entre ambos es violenta,
determinada per poder cínico del primero y la impotencia de la otra. La idea de
violación rige oscuramente todos los significados. La dialéctica de “lo
cerrado” y “lo abierto” se cumple así con precisión casi feroz.
El poder mágico de la
palabra se intensifica por su carácter prohibido. Nadie la dice en público.
Solamente un exceso de cólera, una emoción o el entusiasmo delirante,
justifican su expresión franca. Es una voz que sólo se oye entre hombres, o en
las grandes fiestas. Al gritarla, rompemos un velo de pudor, de silencio o de
hipocresía. Nos manifestamos tales como somos de verdad. Las malas palabras
hierven en nuestro interior, como hierven nuestros sentimientos. Cuando salen,
lo hacen brusca, brutalmente, en forma de alarido, de reto, de ofensa. Son
proyectiles o cuchillos. Desgarran.
Los españoles también
abusan de las expresiones fuertes. Frente a ellos el mexicano es singularmente
pulcro. Pero mientras los españoles se complacen en la blasfemia y la
escatología, nosotros nos especializamos en la crueldad y el sadismo. El
español es simple: insulta a Dios porque cree en él. La blasfemia, dice
Machado, es una oración al revés. El placer que experimentan muchos españoles,
incluso algunos de sus más altos poetas, al aludir a 1os detritus y mezclar la
mierda con to sagrado se parece un poco al de los niños que juegan con lodo.
Hay, además del resentimiento, el gusto por los contrastes, que ha engendrado
el estilo barroco y el dramatismo de la gran pintura española. Sólo un español
puede hablar con autoridad de Onán y Don Juan. En las expresiones mexicanas,
por el contrario, no se advierte la dualidad española simbolizada por la
oposición de lo real y lo ideal, los místicos y los pícaros, el Quevedo fúnebre
y el escatológico, sino la dicotomía entre lo cerrado y lo abierto. El verbo
chingar indica el triunfo de lo cerrado, del macho, del fuerte sobre lo
abierto.
La palabra chingar, con
todas estas múltiples significaciones, define gran parte de nuestra vida y
califica nuestras relaciones con el resto de nuestros amigos v compatriotas.
Para el mexicano la vida es una posibilidad de chingar o de ser chingado. Es
decir, de humillar, castigar y ofender. O a la inversa. Esta concepción de la
vida social como combate engendra fatalmente la división de la sociedad en
fuertes y débiles. Los fuertes —los chingones sin escrúpulos, duros e
inexorables— se rodean de fidelidades ardientes e interesadas. El servilismo
ante los poderosos —especialmente entre la casta de los “políticos”, esto es,
de los profesionales de los negocios públicos—es una de las deplorables
consecuencias de esta situación. Otra, no menos degradante, es la adhesión a
las personas y no a los principios. Con frecuencia nuestros políticos confunden
los negocios públicos con los privados. No importa. Su riqueza o su influencia
en la administración les permite sostener una mesnada que el pueblo llama, muy
atinadamente “lambiscones” (de lamer).
El verbo chingar—maligno,
ágil y juguetón como un animal de presa— engendra muchas expresiones que hacen de
nuestro mundo una selva: hay tigres en los negocios, águilas en las escuelas o
en los presidios, leones con los amigos. El soborno se llama “morder”. Los
burócratas roen sus huesos (los empleos públicos). Y en un mundo de chingones,
de relaciones duras, presididas por la violencia y el recelo, en el que nadie
se abre ni se raja y todos quieren chingar, las ideas y el trabajo cuentan
poco. Lo único que vale es la hombría, el valor personal, capaz de imponerse.
La voz tiene además otro
significado, más restringido. Cuando decimos “vete a la Chingada”, enviamos a
nuestro interlocutor a un espacio lejano, vago e indeterminado. Al país de las
cosas rotas, gastadas. País gris, que no está en ninguna parte, inmenso y
vacío. Y no sólo por simple asociación fonética lo comparamos a la China, que
es también inmensa y remota .La Chingada, a fuerza de uso, de significaciones
contrarias y del roce de labios coléricos o entusiasmados, acaba por gastarse,
agotar sus contenidos y desaparecer. Es una palabra hueca. No quiere decir
nada. Es la Nada.
Después de esta digresión
sí se puede contestar a la pregunta ¿qué es la Chingada? La Chingada es la
Madre abierta violada o burlada por la fuerza. El “hijo de la Chingada” es el
engendro de la violación, del rapto o de la burla. Si se compara esta expresión
con la española, “hijo de puta”, se advierte inmediatamente la diferencia. Para
el español la deshonra consiste en ser hijo de una mujer que voluntariamente se
entrega, una prostituta; para el mexicano, en ser fruto de una violación.
Manuel Cabrera me hace
observar que la actitud española refleja una concepción histórica y moral del
pecado original, en tanto que la del mexicano, más honda y genuina, trasciende
anécdota y ética. En efecto, toda mujer, aun la que se da voluntariamente, es
desgarrada, chingada por el hombre. En cierto sentido todos somos, por el solo
hecho de nacer de mujer, hijos de la Chingada, hijos de la Chingada, hijos de
Eva. Mas lo característico del mexicano reside, a mi juicio, en la violenta,
sarcástica negación de la Madre, a la que se condena por el solo delito de
serlo, y en la no menos violenta afirmación del Padre. Una amiga me hacía ver
que la admiración por el Padre—símbolo de lo cerrado y agresivo, capaz de
chingar y abrir— se transparenta en una expresión que empleamos siempre que
queremos imponer a otro nuestra superioridad: “Yo soy tu padre”. En suma, la
cuestión del origen es el centro secreto de todas nuestras preocupaciones y
angustias. Este oscuro sentimiento de culpa, fruto de nuestra soledad, de
nuestro sabernos desprendidos del ámbito materno, es común a todos los hombres.
El mexicano transfiere esa noción a la Madre y la condena. Al condenarla, se
afirma a sí mismo y afirma la excelencia de su cerrada, arisca soledad.
Sería curioso establecer
un paralelo entre dos concepciones mexicanas de la Madre: la Chingada y la
Llorona. La primera es la Madre repudiada; la segunda, en cambio, reniega de
sus hijos, los ahoga, y está condenada a llorarlos por la eternidad. No sería
difícil que la Llorona sea una versión, bautizada y adulterada, de la Ciuateotl
azteca, que ciertas noches descendía a la tierra y en los parajes solitarios
espantaba a los caminantes. Ambas representaciones nos dan una idea más clara
de los verdaderos sentimientos populares y de los conflictos que nos desgarran
que la que nos ofrece el moderno e hipócrita “culto a la Madre”, que no es sino
una devoción hueca. El hombre siempre ha visto en la Madre una fuente de vida,
pero también una potencia temible y odiosa. La Madre es la Mujer,
representación de una pluralidad de encontradas significaciones y tendencias:
poder y piedad, tumba y matriz, dulzura y rigor, castigo y perdón.
Es significativo que el “Viva
México, hijos de la Chingada” sea un grito patriótico, que afirma a México
negando a la Chingada y a sus hijos. Si la Chingada es una representación de la
Madre violada, no me parece forzado asociarla a la Conquista que fue también
una violación, no solamente en el sentido histórico, sino en la carne misma de
las indias. El símbolo de la entrega es doña Malinche, la amante de Cortés. Es
verdad que ella se da voluntariamente al Conquistador, pero éste, apenas deja de
serle útil, la olvida. Doña Marina se ha convertido en una figura que
representa a las indias, fascinadas, violadas o seducidas por los españoles. Y
del mismo modo que e1 niño no perdona a su madre que lo abandone para ir en
busca de su padre, el pueblo mexicano no perdona su traición a la Malinche.
Ella encarna lo abierto, lo chingado, frente a nuestros indios, estoicos,
impasibles y cerrados. Cuauhtémoc y doña Marina son así dos símbolos
antagónicos y complementarios. Y no es sorprendente el culto que todos
profesamos al joven emperador—“único héroe a la altura del arte”, imagen del
hijo sacrificado—, tampoco es extraña la maldición que pesa contra la Malinche.
De ahí el éxito del adjetivo despectivo “malinchista”, recientemente puesto en
circulación por los periódicos para denunciar a todos los contagiados por
tendencias extranjerizantes. Los malinchistas son los partidarios de que México
se abra al exterior: los verdaderos hijos de la Malinche, que es la Chingada en
persona. De nuevo aparece lo cerrado por oposición a lo abierto.
Nuestro grito es una
expresión de la voluntad mexicana de vivir cerrados al exterior, sí, pero sobre
todo, cerrados frente al pasado. En ese grito condenamos nuestro origen y
renegamos de nuestro hibridismo. La extraña permanencia de Cortés y de la
Malinche en la imaginación y en la sensibilidad de los mexicanos actuales
revela que son algo más que figuras históricas: son los símbolos de un
conflicto secreto, que aún no hemos resuelto. Al repudiar a la Malinche— Eva
mexicana, según la representa José Clemente Orozco en su mural de la Escuela
National Preparatoria— el mexicano rompe sus ligas con el pasado, reniega de su
origen y se adentra solo en la vida histórica.
El mexicano condena en
bloque toda su tradición, que es un conjunto de gestos, attitudes y tendencias
en el que ya es difícil distinguir lo español de lo indio. Por eso la tesis
hispanista, que nos hace descender de Cortés con exclusión de la Malinche, es
el patrimonio de unos cuantos extravagantes—que ni siquiera son blancos puros—.
Y otro tanto se puede decir de la propaganda indigenista, que también está
sostenida por criollos y mestizos maniáticos, sin que jamás los indios le hayan
prestado atención. El mexicano no quiere ser ni indio, ni español. Tampoco
quiere descender de ellos. Los niega. Y no se afirma en tanto que mestizo, sino
como abstracción: es un hombre. Se vuelve hijo de la Nada. El empieza en sí
mismo.
Esta actitud no se
manifiesta nada más en nuestra vida diaria, sino en el curso de nuestra
historia, que en ciertos momentos ha sido encarnizada voluntad de desarraigo.
Es pasmoso que un país con un pasado tan vivo, profundamente tradicional, atado
a sus raíces, rico en antigüedad legendaria si pobre en historia moderna, sólo
se conciba como negación de su origen.
Nuestro grito popular nos
desnuda y revela cuál es esa llaga que alternativamente mostramos o escondemos,
pero no nos indica cuáles fueron las causas de esa separación y negación de la
Madre, ni cuando se realizó la ruptura. La Reforma parece ser el momento en que
el mexicano se decide a romper con su tradición, que es una manera de romper
con uno mismo. Si la Independencia corta los lazos políticos que nos unían a
España, la Reforma niega que la nación mexicana en tanto que proyecto
histórico, continúe la tradición colonial. Juárez y su generación fundan un
Estado cuyos ideales son distintos a los que animaban a Nueva España o a las
sociedades precortesianas. El Estado mexicano proclama una concepción universal
y abstracta del hombre: la República no está compuesta por criollos, indios y
mestizos, como con gran amor por los matices y respeto por la naturaleza heteróclita
del mundo colonial especificaban las Leyes de Indias, sino por hombres, a
secas. Y a solas.
La Reforma es la gran
Ruptura con la Madre. Esta separación era un acto fatal y necesario, porque
toda vida verdaderamente autónoma se inicia como ruptura con la familia y el
pasado. Pero nos duele todavía esa separación. Aún respiramos por la herida. De
ahí que el sentimiento de orfandad sea el fondo constante de nuestras tentativas
políticas y de nuestros conflictos íntimos. México está tan solo como cada uno
de sus hijos.
El mexicano y la
mexicanidad se definen como ruptura y negación. Y, asimismo, como búsqueda,
como voluntad por trascender ese estado de exilio. En suma, como viva
conciencia de la soledad, histórica y personal. La historia, que no nos podía
decir nada sobre la naturaleza de nuestros sentimientos y de nuestros
conflictos, si nos puede mostrar ahora cómo se realizó la ruptura y cuáles han
sido nuestras tentativas para trascender la soledad.
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